En el corazón del valle de Cañete, donde el aire huele a uva madura y a tierra bendecida por el sol, se alza una iglesia que no grita su presencia, sino que la susurra con la dignidad de los siglos: la Iglesia de Santa Cruz de Flores. No es un templo de mármoles altivos ni de vitrales que desafían el cielo, sino una casa de fe que abraza con humildad, como una madre que conoce el peso de la historia y el consuelo de la oración.
Construida en tiempos donde la palabra aún viajaba a lomos de mula y la fe se tejía en comunidad, esta iglesia fue consagrada a la Santísima Cruz, patrona de un pueblo que aprendió a mirar el mundo desde la altura de sus viñedos y la hondura de sus tradiciones. Su fundación, según la memoria oral, se remonta a la llegada de los franciscanos entre 1850 y 1862, quienes, cautivados por la belleza del lugar, le dieron el apellido “Flores” y sembraron en su plaza el símbolo de la cruz como estandarte espiritual.
La fachada, sencilla y serena, parece dialogar con el cielo sin estridencias. Sus muros, de cal y canto, guardan el eco de generaciones que han entrado con los pies descalzos y el alma encendida. En su altar, la luz cae como un manto dorado sobre imágenes que no solo representan santos, sino también la esperanza de los agricultores, los artesanos, los niños que aprenden a persignarse con torpeza y ternura.
Pero el 15 de agosto de 2007, a las 6:41 p.m., el suelo tembló con furia. El terremoto de magnitud 7.9, con epicentro en Pisco, sacudió la costa central del Perú y dejó una herida profunda en la provincia de Cañete. La Iglesia de Santa Cruz de Flores no fue ajena al desastre: su cúpula, que por décadas había coronado el templo como símbolo de elevación espiritual, se desplomó ante la fuerza telúrica. El estruendo fue más que físico; fue emocional, comunitario, casi litúrgico. El pueblo, consternado, vio caer no solo ladrillos, sino memorias, promesas, bautizos, bodas, y silencios sagrados.
Desde entonces, la iglesia se convirtió también en símbolo de resiliencia. La reconstrucción no fue inmediata, pero sí constante. Con manos solidarias y corazones firmes, los vecinos comenzaron a restaurar no solo el edificio, sino el espíritu que lo habitaba. Hoy, aunque la cúpula ya no se alza como antes, el templo sigue siendo un refugio de fe, una flor que brota entre escombros, una cruz que no se quiebra.
Cada 3 de mayo, la fiesta de la Santísima Cruz convierte el templo en un corazón palpitante. Las flores, los cantos, las danzas, y el vino bendito se entrelazan en una liturgia que no distingue entre lo sagrado y lo festivo. Porque en Santa Cruz de Flores, la fe no es solo plegaria: es celebración, es memoria, es identidad.
Y así, esta iglesia permanece. No como un monumento detenido en el tiempo, sino como un testigo vivo de la espiritualidad que florece entre los surcos de la tierra y los silencios del alma. Quien la visita no solo contempla arquitectura: contempla la historia de un pueblo que ha sabido convertir su fe en raíz, su cruz en flor, y su templo en poema.


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