Hay lugares que no se descubren, sino que se recuerdan. Santa Cruz de Flores es uno de ellos. No basta con llegar: hay que detenerse, escuchar el viento, mirar las piedras, y dejar que el alma se acomode al ritmo antiguo del valle.
Hace más de cuatro siglos —cuatrocientos treinta años, para ser exactos— ya se hablaba de los primeros moradores de esta tierra. Se dice que descendieron desde las alturas de Huarochirí, Yauyos, Callahuaya, Lupo, Yampilla y Llacuas, como quien regresa al origen. Documentos antiguos confirman que los Calangos eran Yungas, habitantes de un poblado llamado Callahuaya, en las partes altas de Huarochirí, donde la niebla aún guarda secretos.
La ocupación local es preincaica. Uno de los centros administrativos de antaño, dedicado al control de la producción, el almacenamiento y la redistribución de los recursos, se llamaba Huayiata. En lengua quechua, ese topónimo significa “Flor”. De allí, como brote natural, nace el nombre del lugar: Flores. Y así, el distrito lleva en su nombre la semilla de su historia.
Muchos vocablos prehispánicos han sido erosionados por el tiempo y la lengua castellana: Huarcu, Malla, Aymaraes, Runahuana, Ocxa. Pero otros resisten, como Chilca, Coayllo y Hualcará, que aún conservan su fonética ancestral, como si se negaran a olvidar.
Luego vino el Imperio. Los incas, con su visión de eternidad, construyeron el sitio arqueológico de La Ollería, donde el señorío de Huayta se alza a escasos diez minutos de la actual Plaza de Armas. Allí, entre adobones de barro y piedra, se halló un fragmento de serpiente en alto relieve, con incisiones transversales y cabeza bien definida, rodeada de figuras de líneas negras y relleno blanco. La naturaleza, como siempre, estaba presente en el pensamiento andino: no como ornamento, sino como principio.
En el siglo XVI, la orden de Santo Domingo, asentada en el valle de Mala, vendió sus tierras a Francisco de Azpitia. El padre Machado fue el mediador, y en 1595, Azpitia confirmó la transacción mediante escritura pública. Así comenzó la historia colonial del valle, entre márgenes del río y márgenes de poder.
Y luego, como quien despierta de un largo sueño, el pueblo se organizó. El 27 de diciembre de 1922, mediante Ley N.º 4611, se creó el distrito de Santa Cruz de Flores, junto con San Antonio. El agente municipal Don Juan Conde fue su primer gestor, y desde entonces, el pueblo comenzó a escribir su historia con tinta de comunidad.
Los florinos más antiguos se dedicaban a la pesca, a la recolección de frutos silvestres, al cultivo de la vid. En los años setenta, vivieron la Reforma Agraria. En los ochenta, la comunidad cobró presencia y vigor. Pero como bien reflexiona Orlando Germán, el agricultor ha cambiado el arado por la bandeja, la chacra por el andamio. Y con ello, se ha ido perdiendo el trabajo comunitario, esa tradición que era más que costumbre: era identidad.
Hoy, el nuevo florino parece caminar solo, con afán de lucro y prisa en los pasos. La fraternidad y la solidaridad, tan características en épocas añoradas, se ven opacadas por el individualismo. Pero aún hay esperanza. Aún hay memoria.
Porque Santa Cruz de Flores no es solo historia. Es también danza. La danza de las pallas, mujeres que bailan con azucenas en la cabeza y vestidos blancos, como lo hacían en Huañec, agradeciendo la lluvia y celebrando el nacimiento del Niño Dios. Es también vendimia, con sus reinas pisando uvas, con sus vinos que cantan al sol. Es también picante, ese guiso profundo que huele a domingo, a reunión, a infancia.
Y es también paisaje. Desde Azpitia, el “Balcón del cielo”, se contempla el valle como si fuera un lienzo de Dios. Las tierras fértiles producen frutas, vinos, y memorias. El reloj de cuatro caras en la plaza marca no solo las horas, sino los siglos.
Santa Cruz de Flores está próxima a cumplir 102 años de vida política. Pero su alma es mucho más antigua. Es preincaica, incaica, colonial, republicana. Es un pueblo que florece despacio, como las parras, como los recuerdos.
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